Por María Navas
La vuelta a las aulas huele a fin de verano, a otoño en las calles, a desayuno con prisas. Pero sobre todo la vuelta al cole huele a nuevo. Zapatos, prendas, mochilas, lápices, planes, ilusiones, amistades. Todo nuevo…o no tanto. Es lo que se supone para la mayoría del alumnado que encaja en el grupo, para el resto la vuelta es un bucle al infierno. Una cita con lo inesperado que no puede ir bien, aunque intentes con todas tus fuerzas que no se repita lo del curso anterior. Pasarela por la que desfila ante el clan bien avenido el más canijo, la más gorda, el que viste feo, el más moreno, la pringada o el maricón… Y así, pasito a pasito, desfilan en solitario el grupo de los raros hacia el pupitre que les ha tocado ocupar durante nueve meses infintos. A la espera de que la jornada pase pronto y que esta vez, no se fijen en ti.
La vuelta al cole atiza la ansiedad de muchos alumnos y alumnas de este país, pero también el de sus familias. Porque el acoso escolar es un asunto que, como toda fragilidad, se asume en silencio, se tapa. Una montaña de culpa y vergüenza invisibles para quienes no la padecen. Es el mal del que no se habla cuando se está gestando y que repunta al cabo del tiempo cuando el daño está instalado.
Es cierto, las sensibilidades respecto al bullying han cambiado. Hoy pocas personas aceptan que estamos ante “un juego de niños”, que hacerle la vida imposible a “la otredad” es un clásico con el que hay que convivir porque incluso forma parte de un cierto aprendizaje vital que nos hace más aptos para la competición futura. La comunidad educativa está alerta y ha establecido sus protocolos. Las familias observan, están atentas. El alumnado, por su parte, recibe información abundante para establecer sus propias líneas rojas y reconocer qué actitudes son inaceptables en las aulas. Sin embargo, el bullying se perpetúa en nuestra sociedad lo mismo que el machismo, el clasismo, el racismo o la LGTBIfobia.
El acoso escolar es la patata caliente que refleja las desigualdades sociales de nuestro mundo y nadie tiene las claves para extirparlo. Asegurar espacios seguros que no arrebaten a diario el derecho a una educación de calidad exenta de violencias, es la cuestión.
La respuesta está en abundar en la pedagogía, en el aprendizaje de la empatía y la solidaridad desde que comienza la socialización de una criatura. También en la asunción de responsabilidades por parte de quienes detecten el problema, de cara a una actuación consensuada, eficaz, decente, en el sentido más amplio de la palabra. Esconder el problema, alegando que “esas cosas aquí no pasan” ya no cuela.
Ojalá en esta vuelta al cole cese la hostilidad para todas las criaturas que padecen violencias. Ojalá el grupito de los raros este año reciba menos coces y más invitaciones para jugar en el recreo.