Por María Navas
En tiempos de debates y aspiraciones a gobernar el país, mucha gente se plantea la importancia de lo social en el nuevo escenario. Según algunos es una cuestión menor que desangra los presupuestos. Entre tanto, las ONG se hacen cruces anticipando qué colectivos serán olvidados, qué causas atendidas, qué realidades se harán menos visibles en función del signo político de quienes nos gobiernen.
Si algo hemos comprendido es que los derechos se conquistan con esfuerzo, pero se escapan de entre los dedos, como el agua, en un instante. Los derechos son líquidos. A veces gaseosos. Y, muchas veces -creo que demasiadas- son una cuestión de moda. La misma sociedad que un día sale a la calle clamando en defensa de la paz, en contra del machismo, en favor de la infancia (también de la que llega en patera), un día amanece de mal rollo y adiós a la preocupación por las desigualdades. Esas mismas calles se quedan con cuatro gatos gritando consignas que ya no suenan tan altas. Nos decimos: “al fin y al cabo, todos tenemos problemas, sálvese quien pueda, mientras pueda”.
Pero, hasta las personas que cuentan con más privilegios pueden experimentar la vulnerabilidad en algún momento. Verse en una silla de ruedas, vagar por un hospital esperando un diagnóstico, hacer cola en el banco de alimentos, sostener la adicción de alguien a quien quieres… yo que sé. Garantizar donde arraigue la solidaridad es dibujar un bonito futuro para otras generaciones. Es garantía de que estaremos a salvo si algo sucede, de que existirá una red que impida el gran porrazo, si nos toca.
Blindémonos del egoísmo por puro egoísmo. Cultivemos la solidaridad tanto en lo privado como en los espacios públicos para garantizar que seguiremos navegando a pesar del viento.