Aunque parezca mentira, hace un par de décadas tener redes sociales era tomar cañas con tus amistades, llamarlas cuando la vida se ponía gris y notar calor si la soledad acechaba.
Vivíamos una existencia sin notificaciones en el móvil, los audios se grababan en un teléfono fijo que podías mover hasta donde llegara el cable. Y poco más. Era, en fin, un mundo raro donde las conexiones se forjaban a base de piel y dedicación.
En aquel tiempo extraño sabíamos que la libertad de expresión era un bien precioso que este país había ganado con mucho esfuerzo. Un tesoro que debíamos defender a toda costa porque su quiebra suponía el retroceso a una peli en blanco y negro que nos secuestró mucho más que la voz.
Entendimos que no había sociedades democráticas sin libertad de prensa. Lo que se traduce en medios de todos los colores y pluralidad de líneas editoriales. Básicamente, contar la historia cada cual a su manera, argumentando a su público. Así, todos contentos. Luego estaba -sigue estando- lo de la búsqueda de la objetividad que es al periodismo, lo que los procesados a una alimentación sanita. Hay demasiada tentación a diario.
Ambas libertades, de la mano nos han traído hasta aquí. Nos han permitido expresar realidades y abrir los ojos. Definir nuevos límites, contar que la otredad también existe, visibilizar referentes nuevos para nuevas identidades. Somos más diversas porque podemos contarlo.
Merece la pena recordar que hay una profesión, con todas sus sombras y vicios, garante del derecho a la información. No hay periodismo sin periodistas. No demos la democracia por sentada. Pero, sobre todo, por favor, no matéis al mensajero.