Por María Navas
Nunca había reparado en que el 25 de noviembre, el día en que se visibiliza la violencia contra las mujeres, es justo un mes antes de Navidad. Es decir, el contrapunto a las luces de colores, a Mariah Carey, al turrón, la pandereta y los centros comerciales. Una jornada donde toca reflexionar, poner gesto grave ante las cámaras, reclamar igualdad, denunciar o empoderar… En fin, un día fijo al año que tiene su asiento en el calendario de efemérides internacionales. Un día de tantos, porque al incluirse en una agenda, ya se sabe, hemos aceptado su existencia. Que la violencia contra las mujeres es normal.
Nadie gruña. En teoría, el 25 de noviembre es una fecha establecida para contar lo que está pasando y poner el dedo en la llaga; pero al mismo tiempo supone tragar saliva y aceptar que todos los años nos toca morir a unas cuantas. Que formamos parte de un sistema perverso que tolera el maltrato. Aquí reside la contradicción.
Creo que ya van 52 mujeres asesinadas en 2023; superamos las mil doscientas desde 2003, que es cuando empezaron a contabilizar “los casos”. Nunca sabremos cuantas niñas, niños, padres, madres, amistades de las víctimas forman también parte de esta estadística insoportable porque el ejército de bajas que engrosa el limbo del maltrato no figura en ningún informe. Son efectos colaterales que cada cual esconde en su biografía. Heridas en el alma de las que no se habla.
Tampoco figura en las estadísticas las violencias cotidianas que adquirimos y reproducimos obedientemente. Las que aprendemos en canciones infantiles, en películas y series, en tantos gestos cotidianos; nos hacen creer que valemos menos, que somos frágiles o que nuestro destino más alto es encontrar el amor.
Ser mujeres no puede ser un riesgo. Sufrir violencias no puede ser normal. Por favor, que se actúe con energía con el consenso de la política, de la docencia, de quien sea. Hagamos cierta una única norma de género: la igualdad. Así, el 25 de noviembre será la antesala de una fiesta alegre. Nada más.