El mundo arde en odio. Se prende la llama y explota la bomba que derrumba sociedades y ciudades. No dejamos de ver guerras a un lado y al otro del mapa. Conflictos que emergen de la discordia, el rencor, el desprecio… líderes que solo miran por su ombligo, un juego de tronos donde se olvidan del resto de vidas; rompen planes de futuro, acaban con la ilusión y matan la inocencia de la infancia.
La infancia, el punto flaco y más vulnerable. Almas inocentes que cargan con las consecuencias de la devastación y del hambre, la destrucción. Fusiles que arremeten contra la educación, la sanidad, la vivienda y la seguridad, condenándoles a una crónica agonía que no se despega de sus párpados.
Últimamente solo veo en el telediario noticias manchadas de metralla y sangre. Pueblos que lloran las pérdidas o siendo ellos los perdidos. Y no sé ustedes, pero yo no lo aguanto más; quedarme de brazos cruzados viendo cómo el resto del mundo muere a mis pies, sin opción al cambio.
Nos morimos de pena cuando vemos sufrimiento, heridas y ruinas. Nos llevamos las manos a la cabeza, nos lamentamos por el aumento de violencia y también la criticamos, pero cuando vienen a tocarnos a la puerta en busca de ayuda, se la cerramos. Nos duele la pena ajena y no queremos responsabilizarnos de ella.
Europa, agua que calma la sed, tampoco será casa. Abrazad la suerte quienes vivís aquí, pero no lamentéis la violencia, las guerras y las desgracias ajenas, si luego no sois capaces de tender puentes para que los más vulnerables alcancen la salvación. No se trata de lavarse las manos, sino de extenderlas. La ignorancia solo nos hace cómplices del mal.
Europa, ese manantial sereno, ¿llegará a ser casa también para las personas que huyen de la tempestad? Quizás, la única salvación la encuentren en el cielo.