Hace días que vino la tormenta y tras ella no llegó la calma. La metáfora que hace referencia a que después de los días grises siempre sale el sol parece no cumplirse en estos momentos. Hace ya diez días que la DANA arrasó y acabó con la vida de miles de personas que van a tardar en ver la luz.
Fueron cuatro días. Cuatro días los que tardaron en llegar los primeros equipos de emergencias y de protección civil. Cuatro días de pura agonía y de un cielo que se rompía por encima de sus cabezas. Pueblos que lo perdían todo y vidas en juego. Cuatro días de derrota en los que nos abatía la incertidumbre y la desolación. “¿Qué ha fallado?”, “¿Por qué no se ha avisado a tiempo?”, nos preguntábamos. Y a pesar de no tener todavía respuestas, descubrimos que el pueblo siempre estuvo en primera línea cuando la falta de acción política nos dejaba en desamparo. Porque ante la catástrofe, solo nos queda levantarnos como podamos. Un estilo de supervivencia. Reconocernos en los rostros desesperados. La empatía.
Todo un país movilizado al instante. Una solidaridad que no entiende de etnias, ni de edades, ni de ideologías. Una solidaridad que comparte el dolor de lo ajeno, que deja a un lado los problemas de lo cotidiano para volcarse en el sentimiento impropio. Intentar ser un claro de luz entre tanta oscuridad. Tender manos para limpiar calles o para dar un abrazo cálido. Devolver el consuelo a quienes lo han perdido. Recuperar la esperanza entre coches apilados y capas de fango que se erigen por encima de los pies.
Al final, lo único que llevo viendo desde hace ya 10 días, es una red de personas sostenidas bajo el mismo manto, arrimando su hombro, sin buscar nada más allá que rostros sin lágrimas y corazones agradecidos.
Cuando parece que el mundo enferma, la solidaridad siempre está ahí para enseñarnos que todavía queda esperanza.