- Para muchas personas menores de edad, regresar a las aulas supone la vuelta a un entorno hostil en el que son discriminadas o agredidas
Por Isabel Reviejo
El hijo de Inés era uno de esos niños que, en las clases, estaba «en su mundo»; una situación que los adultos observaban sin llegar a entender el porqué. En el caso de Pilar, vio durante años cómo su hijo era acosado y discriminado ante la indiferencia o incluso complicidad de los responsables educativos. Para muchas personas menores de edad, estos días de vuelta a las aulas no son sinónimo de ilusión, sino de preocupación o de miedo: el de regresar a un entorno que, aunque debería ser seguro, es de violencia o de exclusión.
El 24% del alumnado de primaria y secundaria afirma que en su clase hay alguien que sufre acoso escolar, indica un informe elaborado por ANAR y la Fundación Mutua Madrileña. De estos, el 29,2% considera que esta situación afecta a dos o más personas. Al hablar de acoso, nos referimos a una situación de hostigamiento constante que puede estar relacionado con la violencia física (peleas, destrucción de bienes), la psicológica (exclusión social, maltrato emocional) o la sexual (discriminación por razones de género, bromas sexuales), recoge UNICEF. Las consecuencias se pueden ver en ámbitos como la relación con amigos o familiares, el rendimiento académico, el estado de ánimo, la autoestima o las ganas de ir al centro educativo.
El acoso invisibilizado
Para Pilar Sánchez, los años de su hijo Lucas en la educación secundaria han estado marcados por la lucha contra la discriminación y el bullying. Todo comenzó cuando Lucas anunció públicamente que era una chica lesbiana —por entonces todavía no se identificaba como trans— y «empezaron los insultos, las agresiones y los intentos de agresiones, primero por los compañeros y luego por los profesores». «Intentaban culpabilizar a la víctima, desde el centro nos decían ‘esto le pasa porque ella es así'», recuerda Sánchez, quien, ante la falta de acción por parte de la escuela, tuvo que optar por ir a inspección.
Cambiaron de centro, pero allí Lucas, que ya se reconocía como un chico trans, siguió afrontando episodios como faltas de respeto, risas, que no le llamaran por su nombre sentido o no le dejaran usar el baño masculino. Hasta que no volvió a cambiar de instituto para cursar bachillerato, no contó con un profesor de apoyo que estuviera a su lado.
No siempre es fácil ver el acoso, ponerle nombre o entender la situación con rapidez. Esto le ocurrió a Inés Migueláñez, una de las madres de la Asociación de Familias contra la Intolerancia X Género (AMPGYL) y que actualmente ejerce como su tesorera. En el colegio le llegaron a decir que su hijo, homosexual, tenía déficit de atención debido a que se mostraba “despistado” y no mostraba interés en ciertas actividades. Por ejemplo, se ponía a recoger flores mientras sus compañeros jugaban al fútbol. Recibía insultos por “salirse de la norma” y, como él se defendía, no consideraban que fuera acoso.
“Cómo me habría gustado a mí saber que eso era acoso, que era bullying y tenía que ver con la presunción de heterosexualidad, con la intolerancia por género”, lamenta Migueláñez. A ella, al igual que a Sánchez, acercarse a AMPGYL le permitió, además de recibir apoyo, escuchar historias que le ayudaron a aprender y mirar su realidad con una perspectiva diferente.
Para las familias, durante los primeros días del ciclo escolar puede ser complicado detectar si un “no quiero ir al cole” es simple nerviosismo o esconde algo más. Por eso, tanto en este periodo como posteriormente es básico acercarse a menores para “conocer qué está sucediendo en sus vidas”, afirma Carmela del Moral, responsable de Políticas de Infancia de Save the Children. También, estar atentos a su comportamiento, para detectar posibles indicadores como malestares físicos —dolores de estómago, de cabeza…—, alteraciones del sueño o del apetito o cambios en el uso de dispositivos electrónicos (por ejemplo, si dejan de usarlos de forma repentina).
Por otra parte, si hay acoso, la atención tiene que incluir también a quien ejerza la agresión. “No es justificar, pero sí intentar entender por qué se está produciendo eso, por qué tú proyectas esa agresividad hacia tus pares”, señala el psicólogo Toni Adam, quien ha trabajado durante décadas en una Unidad de Salud Mental de la Conselleria de Sanitat de la Generalitat Valenciana.
Involucrar al grupo y educar en diversidad
Los esfuerzos antibullying comienzan mucho antes de la detección y la actuación: su punto de partida es la prevención, con acciones que promuevan y refuercen los valores y comportamientos positivos, como pueden ser expresarse, compartir o buscar ayuda si se necesita.
El psicólogo considera que, para esto, las iniciativas grupales funcionan mejor que las charlas de expertos que llegan al aula de forma externa. “La dinámica de grupo es fundamental, porque intercambiar experiencias hace que las personas se vayan abriendo y que no haya esa sensación de estigma o de vergüenza por el motivo que sea. Eso va a facilitar el empoderamiento”, remarca. Se trata de hacer frente “al silencio y al miedo”. Y, ante un caso de discriminación, toca actuar con herramientas como “la escucha activa y el acompañamiento”, sumado a un abordaje individualizado en el que hay que tener en cuenta que “la capacidad de respuesta ante estas situaciones varía mucho de unas personas a otras”.
El trabajo en grupo —sostiene, por su parte, Del Moral— es clave en materia preventiva para que el acoso sea algo que no se tolere y que sea rechazado por toda la clase: “Es importante que quienes acosan no vean ningún tipo de amparo por parte del resto de compañeros y compañeras”.
Algunos colegios ya están poniendo en marcha actuaciones basadas en esa dinámica conjunta. Uno de ellos es el IES Miguel Catalán de Coslada (Madrid), que desarrolla planes de actuación de enfoque preventivo para generar espacios de seguridad. Una de las herramientas para conseguirlo son los llamados “círculos de diálogo”, en los que los participantes —el alumnado, pero también el profesorado y las familias— pueden expresarse. Son, “sobre todo, espacios de escucha”, explica su director, Ángel Luis García.
Cada sesión cuenta con un planteamiento temático que lleva a hablar de diferentes sentimientos y expectativas (“¿cómo te has sentido esta mañana al levantarte?”, “¿qué te gustaría aportar al instituto?”). También existe un modelo más complejo, el llamado círculo restaurativo, que “busca intervenir ante un conflicto más potente que haya podido surgir y pretende restaurar la situación de normalidad y reparar el daño causado”, afirma el responsable educativo.
Otra pieza para mejorar la convivencia son las “estructuras de participación”: equipos de estudiantes del mismo nivel académico que, coordinados por un adulto, reciben formación en temas específicos (convivencia, igualdad…) y posteriormente la trasladan al resto de la clase. La observación de estas personas de lo que ocurre dentro del aula —continúa García— es lo que facilita detectar los posibles casos de acoso y, en su caso, intervenir: “No se trata únicamente de hacerlo con medidas sancionadoras, sino también reflexivas, para que haya un aprendizaje”.
Protocolos de prevención
Uno de los objetivos de la Ley orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, aprobada en 2021, es contribuir a forjar un espacio más seguro dentro de las instituciones educativas. En este sentido, la norma marca que todos los centros deberían tener protocolos de atención ante el acoso y activar la figura del coordinador de bienestar. Sin embargo, “la ley todavía no está teniendo el desarrollo a nivel de recursos o de políticas que se desearía”, dado que “no todas las comunidades autónomas la han trabajado por igual”, apunta la responsable de Políticas de Infancia de Save The Children.
El entorno es cada vez más complejo, además, por el ámbito virtual, donde los casos de acoso trascienden el horario escolar y pueden resultar aún más difíciles de detectar. En una encuesta llevada a cabo por la asociación, el 75% de los jóvenes reconoció que había sufrido algún tipo de violencia online durante su infancia. Aunque la tecnología, en algunos casos, también puede ser aliada. Una muestra es la herramienta de BuddyTool, un test en forma de videojuego pensado para detectar problemas de convivencia en el aula.
“Para que un colegio nos pueda hacer sentir seguros, lo que debería hacer es abordar y enfrentarse a los conflictos. Porque son inevitables, surgen en todos los colegios, pero hay que aprender a resolverlos, no evitarlos o tratar de silenciarlos”, sentencia Migueláñez, quien también aboga por que cada centro identifique sus espacios de riesgo y los tenga “muy controlados”.
Asimismo, apunta que es importante que las madres y padres investiguen la dinámica de la escuela a la que quieren llevar a sus menores (por testimonios, su sitio web…) y saber si se tiene en cuenta la “educación en diversidad”, fundamental en un espacio en el que los menores “aprenden a relacionarse”. Una educación transversal que —argumenta— debería extenderse a todo el alumnado y a los profesores, quienes de esta forma estarían preparados para identificar rápidamente los casos de discriminación.
La recomendación de intentar conocer el centro previamente, en la medida de lo posible, también la comparte Sánchez, si bien advierte que “cada profesor actúa de una manera”. Desde su experiencia, ella aconseja a madres y padres “que intenten hablar mucho con sus menores» para saber cómo están, si está pasando algo, y estar lo más pendientes que puedan por si detectan algo. «Es verdad que ellos a veces no quieren hablar, pero hay que hacerlo, aunque cueste trabajo”, concluye.