Ilusión radiante y brillo en los ojos. Así llegaba la gente a la Academia del Cine para acoger, otro año más, la Muestra de Corto Social que organiza la Plataforma del Voluntariado de España. Una tarde de 28 de junio que amenazaba con fuertes tormentas y que, en aquella sala de butacas de colores solo hubo luz. Emociones variopintas que se transformaron en un abrazo cálido para el alma.
Alrededor de las 18:30h, un centenar de personas comenzaban a llegar y, con sus sonrisas espléndidas como complemento, se saludaban las unas a las otras mientras pasaban por el photocall para capturar lo que se convertiría, luego, en un bonito recuerdo. Foto por aquí y foto por allá. Y alguna que otra entrevista a las estrellas de la noche. Artistas como Julián López y Malena Alterio se dejaron ver entre la multitud para disfrutar de una gala que apostaba, ese año, por reivindicar la igualdad. Justo el mismo día en que se celebraba el Día del Orgullo LGTBI+.
Los focos de la sala se atenuaron para dar paso al presentador, Lamine Thior, que también es actor y humorista. Con una entrada de aplausos «escuetitos», Lamine arrancó la gala animando a su público a la interacción y, finalmente, consiguió una oleada de vítores y palmas no solo para él, sino para las organizadoras del evento. Porque la ocasión lo merecía. Porque traer cine social a la Academia de Cine y dar visibilidad a lo invisible —como destacó Luciano Poyato, presidente de la PVE— lo merecía con creces.
Hubo algunas risas. Lamine Thior se encargó de distender el ambiente de una sensibilidad que había marcado Luciano en su discurso y que, en realidad, iba a continuar él, acercando a su público cada vez más a ese visionado de cortometrajes que atraparían su corazón. Colocando su guion en el atril y retomando la seriedad que cabe dentro del suspiro de su sonrisa, dio paso al Premio Danzaire, una estatuilla esculpida por Carmen Castillo, que reconoce la labor de compromiso social de figuras del cine.
Un «qué hermoso es» —haciendo alusión al premio— se le escuchó decir a la actriz Carolina Yuste mientras, entre aplausos, subía al escenario y abrazaba a Paca Sauquillo que le hacía entrega de su galardón. «Lo que hacéis da mucho sentido a lo que hago», comenzaba diciendo. Hablaba gesticulando con todo el cuerpo y, sobre todo, desde la profundidad de una mirada sincera.

No hay nada que le guste más allá del cine. Sentir que desde su propia experiencia puede reflejar historias que visibilizan heridas y saben mirar en los márgenes: «Si en mi propia vida sufrí injusticias, empatizo con ellas y creo que es importante mostrarlas; y por eso creo que el cine también puede ser una forma de activismo». Con las dos manos en el pecho y acercándose más hacia el micro, terminaba de compartir su alegría porque el reconocimiento «tiene que ver coherentemente» con lo que ella es y con lo que quiere hacer.
Proyectando su voz más allá del atril y de un guion escrito, Lamine Thior decidió entonces sacar su «yo interno» y hablar desde su verdad, no solo como actor, sino como ciudadano del mundo: «Hay un pequeño problema cuando hablamos de ‘la sociedad’, porque nos eximimos de la sociedad y creemos que es el resto el que tiene que hacer por cambiar, por formarse y sobre todo, por integrar y unirse. Al final todos esperamos que alguien haga algo». Trayendo sus letras a terreno personal, a experiencias del pasado delineadas con pinceladas de humor, no dejó de recordar que «todos, todas y todes tenemos esa llave y ese poder de cambio».
Después de conseguir que todas las personas allí presentes miraran un poquito dentro de sí, llegó el turno de palabra de las directoras de los cortos seleccionados. Más agradecimientos y un despertar colectivo de conciencias previo a lo que se venía. Una a una fueron subiendo y dejando constancia de su valor: “Si me querei, irse”, de Sofía Muñoz; “Lucía”, de Marta Etura; “Cura Sana”, de Lucía G. Romero; “Troleig”, de Luis E. Pérez; y “Welcome Tahiya”, de Marta Bayarri.
Se apagaron los focos y se encendieron todos los sentidos. Aquella sala de butacas de colores dejó de ser un escenario de diálogo, para convertirse en lo que realmente era: una sala de cine. Reinó entonces un silencio absoluto que quebraba solo con los aplausos entre corto y corto. Y alguna carcajada con el final de «Troleig». Realidades que duelen. Palabras que no son capaces de pronunciar. Verdades que se atraviesan como flechas. En la retina y en el pecho. Pieles de gallina que contienen emociones variopintas que, al final, se transformaron en un abrazo cálido para el alma. Una noche de cine social que despertó conciencias y agitó corazones. Eso era. Eso fue.